Don Julián, maestro de primaria, me enseñó que uno no puede relajarse en el momento de terminar una historia pues corre el riesgo de estropearla. Había un concurso de redacción de esas con límite de palabras. Yo, que sabéis que me suelo enrollar bastante, rebasé dicho límite cuando todavía no tenía clara la conclusión del cuento. Tenía que concluir en una línea y desenredar en esa corta extensión cada una de las tramas. No se me ocurrió otra cosa que llevar la historia al terreno onírico y acabarla con un simple: "se despertó y se dio cuenta de que todo había sido un sueño". Mi bigotudo profesor vino a entregarmela con cara de querer matarme. Se me acerco mucho y me dijo que era un final mediocre y que se notaba que no había sabido resolverla. Le contesté que era la única opción que había para que tuviera un final medio coherente y que no podía soportar que quedaran cabos sueltos en los finales. Me volvió a repetir: "has estropeado toda la historia" y se fue sin decir nada más.
Con el tiempo aprendes que muchas frases terminan con puntos suspensivos y que la mayoría de asuntos se diluyen sin poder discernir la mayoría de las veces el momento exacto en que dejaron de existir. Me molesta profundamente eso de la disolución, igual que me revientan las canciones que llegan al final con una repetición del estribillo cada vez con un volumen más bajo. Estoy de acuerdo con mi ex-maestro en eso. Un final flojo destroza cualquier cuento, por más brillante que sea su argumento. Al contrario que él, prefiero un punto claro y mediocre que dejar frases sin terminar. No siempre es fácil trazar ese punto final, sobre todo cuando el otro se encuentra más cómodo repitiendo la misma frase hasta que carece de sentido aunque tenga el mismo interés que uno en sacarse de encima la historia.